
No imaginas la de veces que me tacharon de pirado.
Tenía diecinueve años y, por aquel entonces, me hubiese conformado con que alguien me concediese que en la seducción existían pautas. Me habría contentado con que me dijesen: «Sí, Luis (en aquella época me llamaba Luis), yo también creo que el amor y la atracción son fenómenos que pueden estudiarse.» Pero jamás ocurrió.
Eran otros tiempos.
La atracción era ciega. Los don juanes, seres inexplicables. Había leído Diario de un seductor o un Héroe de nuestro tiempo, pero jamás había besado a una mujer. Estaba loco por Varuna y, dos años antes, Lorena me había roto el corazón.
Jamás había tocado a ninguna de las dos. Ni yo ni mi mejor poema.
Por eso, escribía diarios, garabateaba esquemas, formulaba mandamientos. Leía Las memorias de Casanova. A veces, podía olfatear el secreto. Intuía que debía seguir escarbando, que el tesoro estaba cerca aguardando a que algún osado lo desenterrara.
Otros tiempos.
Tiempos donde Mario Luna no existía ni en mis fantasías más salvajes. Tiempos para los que la seducción no era ni ciencia ni arte. Tiempos en los que sólo se vivía una vez.
Entonces, seis años más tarde, ocurrió el milagro…
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