Dejémoslo en que ha sido una trampa social. Por lo demás, prefiero que no me preguntes cómo he terminado aquí.
Estoy en Chueca, rodeado de un grupito de gays y lesbianas a los que doblo la edad. Nadie me hace ni puto caso.
Una tras otra, contemplo mis mejores herramientas estrellarse contra un muro de total indiferencia. Me he falcado en una barandilla de la plaza, pero no consigo retener sets a mi alrededor el tiempo mínimo para que mi valor social comience a despegar. La pregunta de «¿Qué haría Mario Luna en esta situación?» no sirve, porque… yo soy Mario Luna.
Y me siento perdido. Desorientado. A punto de tirar la toalla y regresar al hotel con el regusto amargo del fracaso.
Por supuesto, me está bien empleado. Podría estar currándome una sala de TB15s mercenarias junto a Trabajador y Proletario. Se lo tengo prometido. Y, por muy difícil que resulte, nada puede igualar este «reto gay». Lo dicho: me lo merezco.
Sufre, Mario. Otra vez te pones a hacer experimentos sociales que nadie te ha pedido.
En un intento desesperado, le doy conversación al gay de mi derecha. No funciona. Su certera intuición le indica que no me atrae, y se esfuma.
La cosa se empieza a poner fea de verdad.
Por suerte o no, aún me queda un último recurso. Algo que he estado tratando de evitar a toda costa.
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